viernes, 18 de mayo de 2012

Las estrellas habitan en su pelo
de noche ensortijado.
Los pájaros le llenan la boca
y canta cuando me habla.

En sus manos se mecen dos pirules
con mariposas blancas
que siempre bailan, como ella.
Sus ojos dos nubes viajeras
se alejan despacio de la azotea
que hoy funge de casa.

Dibujo un aura que inunda igual
que su prematura sonrisa.
Nunca precoz fue el deseo de
su llegada. 


Yo la esperaba
tranquila y feliz, en la esquina
de una tarde de abril a mayo
y llegó en un marzo al que encharcó
de gozo.


Se acerca, y el día comienza,
y yo, sólo atino a contemplarla.
Ella…¡es mi hija!

lunes, 29 de agosto de 2011

Para llamar a la Paz...






La rabia se guarda entre los dientes,
se contiene la ira en unos puños.

Se hace pedazos mi Patria.

...Los hedores y la náusea nos bañan
de duda.
Habitamos en las esquinas
del miedo y la zozobra.

Mi tierra se hace polvo.

El sonido de las balas y de esquirlas
nos están dejando sordos.

Pero aún nos queda voz
para llamar a la paz
y hacer de ella

cama
Mano
Luna
Flor
vuelo
ala

Alejandra P. Ch.
Alejandra G.

viernes, 5 de agosto de 2011

Las partidas y los adioses desde los ojos de una niña

Las partidas y los adioses desde los ojos de una niña

“La mañana pintaba de grises invernales, aún a los abriles de la infancia.”

Mi padre se despidió como solía hacerlo. En medio de risas y caricias conciliadoras. Aquéllas que se dan cuando no se puede suplir a la presencia constante y con un dejo de culpa, que delata la tristeza. Como sí fuese la última vez que se comparten las lisonjas de la carne fraternal.

Siempre fue así, cada despedida. Sus ojos me decían adiós y sus manos, hasta luego; mientras mis ojos goteaban desde entonces. Creo que desde ahí, vienen mis ahogos y esos instintos de mi proclividad para llorar. Los constantes “adioses” te hacen tal vez más fuerte o te atan irremediablemente a recuerdos de partidas y de deserciones.

Los días de la semana transcurrieron con calma (imagino) pues es un tanto difícil aclarar hoy la memoria de lo cotidiano, a 33 años de distancia y con la vista nublada por el movimiento in calculado de los espacios calendarios.

Clases de ballet de 5 a 7 viviendo en un mundo azul, de sueños, fantasías prolongaciones de la construida realidad de mi infancia. La danza siempre fue una oportunidad para escapar o para reforzar todo lo vivido. Me daba la ocasión, -de entre acordes- , realizar las propias reediciones de mi vida. Me convertía en la productora única, omnipotente, diosa de creación mediante la música y los movimientos de mis manos. Algunas veces jugaba a ser mariposa colorida y descreída, que volaba por infinidad de reinos, todos llenos de belleza y de paz. Otras era una princesa, como sólo en los cuentos puede haberlas.

Rodeada de perfección en cualquier ámbito. Belleza, riqueza, amor, bienestar, eran protagonistas en mis rítmicas historias. Mis puntas (bailarinas) eran solamente encaminadas, acompasadamente a los espacios elegidos, caminaban al ritmo que yo y la propia música dictaban, no había pasos forzados, todo era libertad.

Era una niña de 9 años, la menor de 5 hermanos de una familia de clase media acomodada, viviendo en una pequeña ciudad de México. Tan común y tan normal, como el resto (supongo). Aunque a decir verdad siempre me sentí distinta, no especial, sino diferente. Por mis ojos, escurría invariablemente una tristeza y un gusto muy especial por la soledad y el hábito de apartarme del resto de las niñas de mi edad. Estudiaba en un colegio de monjas, donde sabido es, lo difícil que resulta no ser “igual” al resto por lo que no me iba muy bien ni con las maestras, ni con las compañeras. Mi padre era agente viajero, sus salidas constantes era algo a lo que jamás me acostumbré. Dicen, que los niños se adaptan a todo, yo aún hoy, me sigo cuestionando esto. O era yo, quién no asimilaba, o hay mucho de erróneo en esa especie de sentencia lanzada sobre la niñez.

La semana transcurrió como todas, entre juegos, danza y escuela. Pero sobre todo, con ese peso del vacío que nunca podía llenar aún con mis juegos y sueños.

La madrugada de el jueves 9 de abril de 1973, sonó el teléfono. Mal presagio, pensé inmediatamente por la hora inusual de una llamada. Aún siendo niño, uno sabe en dónde reina la normalidad y en dónde la extrañeza. Mi madre contestó inmediatamente la llamada, con la voz ya entre cortada. No entendía, lo que le decían. Sólo atiné a deducir, sus últimas palabras. _ Vamos para allá. ¿ Me da la dirección por favor?. Después de eso, mucho movimiento y telefonemas a parte de la familia. Entre ellos a mi hermana mayor que ya estaba casada y con un niño de casi un año de edad. Vi, como mi madre, preparaba una pequeñísima maleta, en donde colocaba ropa mía y de ella. Yo no dejaba de preguntar, qué había pasado y no recibía respuesta alguna. Sí acaso sólo un _no me pongas más nerviosa, no pasa nada. tenemos que salir .Y yo con los ojos de niña, chorreando dudas, miedo y dolor.

Pasó mi hermana con su esposo a recogernos a casa. Era la noche más oscura que recuerda mi memoria infantil. Debimos haber hecho unas tres o cuatro horas de viaje. Ni si quiera sabía bien a bien a dónde íbamos y menos aún a qué íbamos. Aunque lógicamente ya mi mente, había elaborado algunas conclusiones. Mi padre y mi hermano mayor habían salido a trabajar, como siempre lo hacían, viajando de ciudad en ciudad, por carretera. Llamada extraña de madrugada, mamá con la cara que parecía que se había comido al mismo susto y mi hermana que no paraba de llorar. Anoto, sumo y asumo y saco por conclusión: _¡Accidente seguro!. Aunque también podría tratarse de la enfermedad de algún pariente y que estuviéramos yendo a visitarle, o hasta sí la suerte jugaba en éste juego, era factible que estuviéramos yendo a recoger un premio, de ésos a los que mi papá le encantaba comprar boletitos y que mi mamá se enojaba tanto y le decía, que sólo se gastaba su sueldo en tarugadas. Creo que era algo así como una rifa, y se llamaba “La Lotería”. He de reconocer que las últimas dos opciones y más aún la segunda, me parecían casi imposibles, por no decir ridículas.

Todo el camino procuré aparentar que dormía. Y cerraba los ojos fingiendo, pues de abrirlos me caían encima los manotazos de mi madre obligándome a dormir. Todo era mudez y oscuridad, por lo que me dediqué a divagar, sabiendo ciertamente, que no podría enterarme de la preocupación ajena, me empeñé en las propias. Supongo que pensaba tenía muchas. Que sí estaba de mal en peor en la escuela, que si repetiría seguramente el 4º grado, que si Maruca mi mejor amiga había dejado de hablarme por los pedidos de otra amiga ( María Lola ), que extrañaba a Sonia, que era como mi hermana y se acaba de mudar a la ciudad de Guadalajara y eso me hacía sentir tan infelizmente sola.

En el coche de mi hermana, viajábamos, mi madre, mi hermana, su esposo, mi sobrino de escasos 9 meses y su “nanita” (que era una niña como yo, escasos dos o tres años mayor a mí, que era además, mí amiga), y obvio yo. Por lo que había que mantener el doble de silencio y compostura dentro del carro. De ningún modo nadie quería que mi pequeño sobrino se despertara y armara un san quintín.

En algún momento, debí haberme quedado dormida, porque desperté, aún de noche cuando comienza a clarear. Abrí los ojos y estaba todo aún más silencioso que horas antes. Escuchaba la respiración pausada del bebé y contemplaba el subir y bajar del suéter verde de Tere (la nana de mi sobrino y amiga personal de mil juegos) con su respiración también pausada.

Levanté la cabeza pues noté, que sólo estábamos nosotros. No tenía idea de en dónde estábamos. Era un estacionamiento, con algunos pocos carros cerca nuestro y de nuevo el silencio total y sepulcral que me desbastaba. Acaba yo de asomar la cabeza, cuando el silencio fue roto por la sirena de una ambulancia. Todo el estacionamiento se hizo rojo en cuestión de segundos y yo sentí que me sumergía en el mismo infierno. El corazón se aceleró, recién caía en la cuenta de estar en un hospital y todo lo que ésto me decía.

Se bajaron un par de hombres de la parte delantera de la vieja y carcomida camioneta, que ya no era blanca, sino sumamente gris. Era, la típica ambulancia de pueblo, malgastada y ajada, seguramente por el ir y venir en emergencias. Los hombres, abrieron la portezuela trasera, mientras continuaba ese ruido que me rompía no sólo los tímpanos, sino también el corazón. Bajaron lentamente una camilla, en donde reposaba “alguien”, cubierto con una sábana tan gris como este día. Podría ser mi hermano, o mi padre, de eso estaba segura. Al bajarlo por completo, uno de los camilleros hizo un mal movimiento, que provocó que una mano quedará colgando por sobre la camilla. Y fue entonces, sólo entonces que supe de quién se trataba. Mis ojos no podían engañarme y menos aún mi corazón. Ese brazo que colgaba ahora desparpajado, como vomitado por el cuerpo que yacía inmóvil sobre la camilla, lo reconocería a kilómetros. Es más casi puedo jurar que logré olerlo. Dicen que lo más íntimo que poseemos son los olores, en ellos se encuentran resumida nuestra esencia y yo conocía de sobra ese aroma, que me traía, no como regalo, sino como castigo la brisa de abril. Era el brazo, fuerte y cariñoso. El mismo al que yo por años le había intentado contar los vellos, -sin lograrlo nuca-, a manera de espantar el aburrimiento en tantas tardes de domingo. El brazo, el mismo que fuera el respaldo de mi peso entero, mientras me mecía, cantando alguna tonada por las noches de presencia, sobre del viejo sillón verde de casa. La mano, la misma mano que con la redondez de esos dedos, pellizcaba mi nariz a manera de saludo y me decía _Chata!! Ya llegué mi princesa. La mano que me llenaba de risas, cuando me hacía cosquillas mientras jugábamos y yo hacía trampa, y dejaba que me atrapara. Las manos que me llenaron de mimos, de abrazos, de cariños cuando no podía dormir entre mis miedos a las brujas, al coco, a la muerte. Aquélla mano, que antes de cada partida me pedía y me daba una dulce bendición en la frente, exactamente como lo habíamos hecho días antes de este maldito viaje. En el brazo, un reloj. El mismo al que me repegaba cuando salíamos de vacaciones y mientras manejaba, no paraba yo de preguntar: _¿Cuánto falta?, ¿ Ya casi?, ¿Ya merito?Así supe pues, que era mi papá y su brazo, y su mano y su reloj y su bendición desfallecida, tanto como el.

No paré de llorar en silencio, con ese llanto que duele mucho más que el que suena y se escucha. El llanto “pa” dentro, el que te hace verdaderamente un nudo en la garganta y te impide estructurar palabra alguna y te calla para siempre.

Gracias a Dios, que ni Tere, ni mi sobrino, habían despertado. Un rato después llegó mi cuñado con la cara pálida y los ojos borrosos. Me dijo que pasaríamos la noche en ese pueblo y que nos llevaría a un hotel. Le pregunté por mi mamá y mi hermana y me dijo sólo que no me preocupara, que todo estaba bien y que por la mañana me prometería que yo las vería. Le preguntaba yo qué era lo que pasaba, y sólo atinaba a decirme: _ Nada, todo está bien, tu no te preocupes, estás muy chiquita para entenderlo.

Dejé de hablar y preguntar, pues esa “chiquita” sabiamente, sabía que no obtendría respuesta alguna, así que una vez más callé, como callan los niños, sabiendo todo.

Llegamos al hotel. Un edificio muy modesto con un señor malencarado atendiendo detrás de un gabinete. Creo que no estaba acostumbrado a recibir clientes a esa hora de la madrugada, y aunque el hotel parecía desierto, ni siquiera le alegraba tener huéspedes y una habitación por rentar. Mi cuñado bajo las pequeñas maletas que traíamos y a mi sobrino. Para este punto Tere, ya estaba despierta, o al menos lo parecía, aunque iba chocando con todo lo que tenía frente a ella. Yo ayudaba mi cuñado con algunas de las maletillas.

El cuarto era creo, mucho más deprimente que yo, y eso era decir mucho. Sólo había dos camas matrimoniales, una silla de madera y un mueble que simulaba ser un buró descolorido. Las camas, no tenían cabeceras y las sábanas eran de color perlita. Había una alfombra muy mullida, color café que a leguas se notaba sucia. Un baño minúsculo con piso de azulejo verde militar, la regadera sin cortinas, un lavabo percudido y una taza de baño que daba nauseas mirarla u olerla. Olvidaba también decir, que había un espejito en el baño, clavado con un clavo mucho más grande que ni el mismo espejo, tan borroso y sucio estaba que daba mareos verse en él.

Mi cuñado dijo que nos acostáramos y que procuráramos seguir durmiendo, cuando menos hasta que terminara de amanecer. Aún siendo abril, en este pueblo de sierra, la madrugada era helada. Yo temblaba, no sabía si de frío o de nervios. Había un par de cobijas de lana que pusimos sobre las camas. Mi cuñado se acostó con mi sobrino y yo y Tere juntas. Mi sobrino y Tere, se durmieron en seguida. Mi cuñado, parecía que dormía también, y yo, simplemente seguía fingiendo. Y con los ojos cerrados, comencé a pintarme los escenarios más terribles de lo recién visto. Mi padre muerto y seguramente también mi hermano. Pero me preguntaba, ¿por qué razón, no vi nunca que bajaran a mi hermano de la ambulancia? Y con la inocencia, que tienen los niños, me puse a recrear historias, negando que todo esto estuviera ocurriendo en realidad. Pensaba por ejemplo, que el brazo, la mano y el reloj que había visto a lo mejor no eran de mi papá, tal vez era un amigo de él que por alguna razón lo acompañaba en ese viaje y le había prestado su reloj. O como el accidente había sido en la zona de la sierra Michoacana, pudiera ser un tío que vivía cerca de el lugar y lo acompañaba y nosotros ni siquiera lo sabíamos o quizás hasta tenía un reloj igual a de mi padre y mi papá nada tenía que ver con el accidente, después de todo, no era el único reloj en el mundo así. Me dí a mí misma, una y 20 versiones diferentes, en donde claro mi padre no era el muerto, ni mi hermano. Además pensaba, Diosito tendría que perdonarme de estar poniendo de muertitos a mi tío, a los amigos, a un boticario imaginario, a un cliente de mi padre. Sí, Diosito tendría que perdonarme de querer a uno de eso o a todos muertos, antes que a mi papá.

Logré cerrar los ojos cuando en ese momento mi cuñado, ya con luz de día sobre su cara se levantó a hacerle un biberón a mi sobrino que comenzaba a llorar. Le cambió el pañal, le dio el biberón y nos dijo a Tere y a mí, que nos quedaríamos nosotros ahí, que por ningún motivo nos fuéramos a salir, ni abrir a nadie que no fueran ellos. Dijo que iría por mi mamá y mi hermana, y que era probable que tardaran un poquito pues tenían cosas que arreglar. Pero que no, nos preocupáramos. Nos dijo que bajaría a conseguirnos algo simple de comer y nos lo traería y después se iría. Salió del cuarto y regresó como dijo, con algo de comida. Unos panes de bolsa y un litro de leche, unos vasos desechables y tan, tan. Tere, mi sobrino y yo, procuramos entretenernos como podíamos. Lo cargaba ella, lo cargaba yo, lloraba a ratos y a ratos reía y mientras hacía esto y había algo de tranquilidad, seguía yo a dale, que dale con mis historias en la cabeza. No sé cuánto tiempo pasamos ahí, pero creo que debió haber sido mucho, lo medía por los biberones y gerbers que le dimos a mi sobrino cuando lloraba mucho y no se callaba. Calculo yo, que debieron ser unos tres biberones y unos dos gerbers lo que me daba un aproximado de 5 horas.

Por fin se escuchó el sonido de una llave abriendo la puerta del cuarto. Qué cuadro más amargo comencé a vislumbrar, desde ese momento con mis ojos de niña.

Entró primero mi madre y juro haberla vista más delgada que nunca en toda mi vida. Ella, es una mujer preciosa, aún ahora que ya es tan grande. Entonces, mujer joven, con 49 años de cuerpo menudo, hoy, la veía esquelética, cadavérica. Era como si se hubiese convertido en la emisora de la muerte, como si muriera estando viva. Sus pómulos hundidísimos, hacían resaltar sus ojos verdes y su boca….ayyy su boca. En un rictus que no cambiaría ya jamás. Era la expresión del dolor, las comisuras caídas que difícilmente se le levantaron nunca. Detrás de ella, mi hermana convertida en un verdadero guiñapo. No paraba de llorar. Ahora pasado el tiempo me conmueve tanto este momento, tanto, igual o más que ayer. Porque me impresiona, cómo el impacto de las pérdidas, puede dejar sus huellas permanentes aún en los rostros, en el cuerpo entero. Los ojos de mi hermana, después de ese día nunca más fueron los mismos. Antes llenos de vida, de pasión por vivir, de alegría se quedaron apagados para siempre, nublados de “ídas y de ausencias”. Tal vez como los míos y me vi en ella reflejada como un espejo.

Ellas lloraban y yo lo hacía igual. Y en medio de las lágrimas, no dejaban de decirme que no llorara, que no me preocupara, que todo estaba bien. Mi llanto, era un chillido combinado, entre el dolor de la muerte y la ira contra ellos, que no me decían nada claramente. Todo era a medias, medias verdades, medios llantos, medias tintas.

Me dijeron que mi papá y mi hermano habían sufrido un accidente muy grave, pero que estaban bien, que mi papá estaba un poco más delicado y que mi hermano tenía sólo lesiones leves. Aún con éstas explicaciones, no entendía entonces, el por qué de tanto llanto y tanto sufrimiento. No me lo creía. Quería oír verdades enteras, no medias. Sus reacciones, pensaba yo, entonces me parecían desproporcionadas a la situación y las odiaba por ponerme a mí así, en el medio, sin saber qué era verdad y qué era mentira. Pensaba el por qué no me habían evitado la noche de agonía que también yo había pasado, inventando mil historias y en ellas asesinando a parientes, amigos, conocidos, antes que a mi padre y a mi hermano.

A ratos se tranquilizaban e intentaban hacerlo conmigo. Les decía que yo quería ir a ver mi papá y a mi hermano al hospital, sí era tan cierto que estaban vivos y bien. Imploraba que me llevaran. Obviamente lo que pretendía era verificar con mis propios ojos que ellas decían la verdad o que mentían. Me sentía profundamente “mala” por no creerles. Por dudar, y aún así seguía dudando. Caía en un círculo vicioso de certezas-dolor, dudas-dolor, culpa-dolor.

Mi mamá se recostó un rato, mi hermana le había dado una pastilla, que ahora sé, era para tranquilizarla y dormir un par de horas. Mi mamá se quedó en el cuarto intentando dormir un poco mientras el resto bajábamos y salíamos del hotel a buscara algo para comer en una plaza pequeña que estaba situada justo enfrente del hotel. Continuaba imperando el mutismo. Comimos unas tortas y unos refrescos. La comida no sabía a nada, con trabajos podía ser tragada. Regresamos al cuarto, después de haber dado una pequeñísima vuelta por la plaza, buscando distraer a mi sobrino.

Cuando llegamos al cuarto, mi madre parecía que se había dado un baño y sólo había logrado conciliar el sueño por un rato.

Los adultos hablaban “entre voces”, cuchicheándose y eso me ponía sumamente molesta. A ratos, nuevamente volvían a llorar y luego se calmaban. Mi cuñado, subía y bajaba de la habitación, haciendo llamadas telefónicas desde la recepción de el hotel. Como a las dos horas, después de esto, sonó la puerta de la habitación. Yo corrí a abrir, no dando tiempo a que nadie más lo hiciera.

Me cayó encima un balde de agua helada, cuando con mis ojos de niña, vi a dos hermanos de mi papá, sus esposas, los hermanos de mi mamá, sus esposas todos, absolutamente todos, vestidos de negro.

Detrás de mí apareció enseguida mi madre y mi hermana. Corrieron a abrazarse y yo ahí, en medio de un tumulto de adultos ennegrecidos. Más diminuta que nunca, más niña que siempre. Petrificada y muda. No había vuelta de hoja, se cumplía y se repetía en mí, la visión del brazo de mi padre colgando desfallecido de la camilla, muerto y postrado para siempre.

No podía quitarme esa imagen de la cabeza y toda la serie de recuerdos a qué me llevó al ver su brazo laso. Se sucedían los momentos, una y otra vez. Su brazo, el sillón verde de la casa y él meciéndome, su reloj y los viajes de vacaciones, su mano y los pellizcos a mi nariz.

Cuando por fin tomaron conciencia de que yo estaba ahí y de lo inútil de seguir mintiendo, mi mamá se acercó a mí, aún estando en el pasillo del hotel, fuera del cuarto. Me tomó la mano y me dijo lo inevitablemente ocultado:_Ale, tu papá se fue al cielo.

Me dio un arranque de rabia, de llanto. Mi papá, se había ído al cielo hacía ya muchas horas y nadie había sido capas de decírmelo y de haber ahorrado tanto miedo, tanta incertidumbre. El dolor hubiera sido el mismo, antes o después, pero un dolor con certezas.

Lloré, sí. Pero con lágrimas más bien calladas. Me abracé de la cintura de mi madre y mi hermana llegó para secundarme. Sentí que ese momento fue eterno.

El cuerpo de mi papá fue trasladado en una ambulancia, hasta mi ciudad. Mi hermano sólo se había roto un par de costillas, un brazo y algunos golpes.

Me permitieron asistir al velorio.

Seguía callada, triste, enojada. Una extraña combinación de sentimientos, que nunca había sentido antes.

El día de el entierro, me puse un vestido azul cielo de cuadritos, con un madilito blanco, que le encantaba a mi papá para su despedida. No me fue permitido asistir al entierro. Me dijeron que sería muy difícil para mí de soportar. Nunca vi entonces el cajón de mi padre bajo tierra, ni pude ponerle flores, ni pude reestrenar por vez última mi vestidito azul en su presencia.

Siendo ya mayor, pedí como único recuerdo de mi padre, el reloj que el tenía el día del accidente. Aún lo conservo, envuelto con su pañuelo, el mismo que llevara ese día.

La profundidad de la mirada, tiene un fin. Y ahora lo sé. En ella, acumulamos las ausencias, y es tan honda e inmensamente insondable, que en ella caben las ausencias, las partidas. Caben tantas, como adioses posibles.

Ahí moran nuestros muertos y los vivos que esos, también se van; dejando huecos y vacíos que sólo encuentran su lugar ….ahí.

Desde entonces, mi mirada azul, se tiñó de grises y aprendí que las ausencias, son costalitos que se llevan en los ojos, en las lágrimas que corren a veces, desprevenidas e insolentes.

Se han sumado más ausencias de las que yo hubiera querido. Mi hermano, quien acompañaba a mi padre en ese accidente, murió años después al igual que mi hermana. Siempre sumando las partidas, voy yo con mi mirada aún de niña.

Permanentemente, hay capítulos de vida que se cierran, pero que de manera fortuita abren otros que nos marcan para siempre.

Esta mi primera aproximación a el adiós indisoluble, me movió, es decir, me conmovió a escribir también esto desde mi mirada infantil.

¡Preciso otro cuento!

Mil cuentos fue… que el castillo

se derrumbó bajo un reloj.

Durmieron los sueños

azules principescos

con lides y batallas

siempre victoriosas.

Las vírgenes, doncellas

ya no son más, rescatadas.

Los dragones no emiten

ya su fuego incandescente

consumidos a sí mismos

en el olvido de una hoja.

El hada ha perdido su varita

y la magia acompañante.

Alicia no persigue más

a ningún conejo blanco

se ha escapado de la historia

o le ha cortado la cabeza, alguna reina.

Mil cuentos fue… que papá

no está en su mecedora dormilona

con su nena sobre piernas.

La nena creció (creía en leyendas)

-Asoma una lágrima crecida-

Papá: “cuéntame otro cuento.”

viernes, 29 de julio de 2011

Temblor




Mi mano no tiembla al escribir

Mi mano escribe temblorosas letras.

Porqué, ¿qué amor no trepida

sobre sus propias líneas?.

La mano corre, buscando el amor,

tiritando en cada pulso,

escavando los amorosos huecos,

en el intento de volver a salvo

hacia su centro -aún sabiéndose- perdida.

La mano, no es la mano.

Es tan sólo la herramienta

del cariño.